PUBLICAMOS
A CONTINUACION ESTE CUENTO, COMO
HOMENAJE A UN AMIGO Y COMPAÑERO DE ILUSIONES EN EL CAMINO DE LA POESIA. RECORDANDOLO CON TODO EL RESPETO Y ADMIRACION COMO GRAN CUENTISTA Y
MEJOR PERSONA. GRACIAS A WALTER OSMAR STELLA.
Ricardo
Juan Sabugo
LA JACINTA
Tarde gris y lluviosa. Estoy parado frente a
la ventana que da a la calle. Observo el panorama de gente con su eterna prisa
y preocupación constante bajo paraguas que chocan peligrosamente. Vehículos con
su estridencia tratando de adelantarse a otros. El caos cotidiano de ruido y movimiento que
contemplo indiferente, ausente. ¡Qué lejos se encuentran mis pensamientos! ¿Por
qué me toma esta tristeza cuando muere el día?. La luminosidad que va ausentándose
en el atardecer es el inicio de la opresión que lentamente me va cubriendo.
El rumiar sobre el pasado me acompaña. Y
todo el caos en ruido y movimiento de la calle paradójicamente me retrotrae a
épocas lejanas en que el sonido constante era el silbido del viento Norte
levantando polvaredas, o el esporádico producido en la madrugada por una
fatigada locomotora arrastrando en su traqueteo a viejos vagones que esperaban
la jubilación rumbo a Metán o Sáenz Peña.
Recuerdos de un tiempo, no por lejano
olvidado, de cuando me desempeñara como médico rural en un pequeño pueblo
santiagueño en el límite con el Chaco. Y cual imágenes caleidoscópicas desfilan
por mi mente aquel lugar con su pobreza, sin agua, el calor infernal, la
sufriente gente padeciendo enfermedades endémicas (Chagas, brucelosis,
tifoidea, arsenicismo crónico, tuberculosis), y surgen las figuras algo
borroneadas pero identificables aún de antiguos pacientes y entre ellos,
nítida, la de aquel changuito que viera en dos o tres oportunidades, cuando lo
trajeron al pueblo para que lo examinara y que recuerdo por el entorno trágico
que lo rodeó.
La historia de lo sucedido me fue narrada
por el padre tiempo después de aquellas visitas que me hicieran.
Este
hombre, Rosendo, de veinticinco años, hachero desde los catorce, continuaba el
oficio de su padre, muerto en una pelea de boliche, desempeñándose en el obraje
más importante de la zona, aunque a disgusto por algunos roces que tuviera con
el patrón y no por cuestiones de trabajo, precisamente. Hubiera deseado
alejarse pero se sentía amarrado a la tierra después de haber levantado el
humilde rancho donde convivía con su mujer La Jacinta y el niño de dos años que
habían traído a la consulta (presentaba un serio atraso neuropsíquico
consecuencia de un traumático parto asistido por la curandera del lugar). Es un
animalito, solía decir La Jacinta refiriéndose al niño, pero para él, Rosendo,
y se lo repetía, era su hijo.
Ella, con sus diecisiete años rezongando
siempre, y quejándose del sitio en que vivía, de la miseria padecida y del
animalito que nunca llegaría a nada, y que incluso alguna vez la escuchara
decir, en voz muy baja, ojalá hubiera nacido muerto. Llamativa por su cuerpo y
juventud, era el tema en que se solazaba el personal y especialmente el patrón
del obraje, que en alguna ocasión visitara el rancho a llevarle, así decía,
golosinas para el animalito como ella lo llamaba.
Frecuentemente la pareja discutía por esa
falta de cariño que La Jacinta mostraba hacia su hijo, pero el amor de Rosendo,
su paciencia y bondad lograron retenerla en el rancho. Pero últimamente la
notaba distante, poco cariñosa.
Era conciente de las miradas envidiosas de
los compañeros, sabía de las excusas del patrón para sus visitas. Estos
pensamientos rumiaban en su interior martirizándolo, agudizándose al tener que
permanecer cuatro días retenidos en el obraje por el temporal. El lodazal de
las picadas y la rotura del tractor que era lo único que podía trasladarlo, lo
demoraron hasta que decidió partir obviando dificultades.
La tormenta desatada en esa zona boscosa
del Chaco Santiagueño llevaba ya varios días sin atisbos de cesación. Puedo
imaginar, habiendo vivido en ella, el estado que presentaría la región,
remedando un paraje dantesco, sombrío, desolado, anegado por las lluvias. El
viento en su furia agitando fantasmagóricamente las ramas de los quebrachos. La
oscuridad total, descargas eléctricas iluminando por segundos el lóbrego
panorama
Pero cual figura espectral Rosendo, como me
relatara, avanzaba con paso firme entre el cenagal esquivando o eliminando con
el hacha los obstáculos, atento al peligro de las víboras que reptaban al
acecho. El instinto de orientación lo guiaba directamente a su objetivo pese a
todos los elementos negativos que se presentaban como para impedírselo. El
temporal no repercutía en su duro físico adaptado a todas las inclemencias del
tiempo, pero era sensible al torbellino de ideas que cruzaban por su mente,
atormentándolo con sus dudas. Las ramas fustigaban su cuerpo como arañazos
hirientes (me mostró las marcas en su cuerpo) cubriéndolo de hilos sangrantes
que servían para acelerar más la marcha.
Metros delante divisó el rancho. Ni una luz
(aquí su voz se ahogó en su sollozo). Con el corazón desfalleciente de temor y
de sospecha empujó la endeble puerta y entró lentamente. Su mano, en forma
instintiva apretó aún más el hacha ¡Jacinta! gritó y su grito acalló el clamor
de la tormenta. ¡Jacinta! de nuevo el grito desgarrado que intuía lo que venía
sospechando. Nadie contestó. Pero de un ángulo del precario rancho un apagado
quejido, apenas audible, llamó su atención. Encendió una vela y allí en la
destartalada cuna estaba el niño y a su lado como protegiéndolo el cuerpo de La
Jacinta muerta, con un machete aferrado aún a su rígida mano y una yarará en un
charco de sangre, partida en dos.
Walter
Osmar Stella